Manuela Carmena: la ciudad como construcción colectiva, belleza cotidiana y lucha contra la desigualdad

Durante su paso por la Alcaldía de Madrid, Manuela Carmena impulsó una idea sencilla y radical a la vez: las ciudades solo cambian si se escucha a quienes las habitan. Ese principio marcó el inicio de su gestión, cuando decidió abrir un portal de participación para que los madrileños dijeran qué les preocupaba. La respuesta fue contundente: “El mantenimiento de las calles y su reparación”. Para ella, aquello fue más que un diagnóstico; fue la confirmación de que la transformación urbana empieza en lo cotidiano, no solo en los grandes planes.

Carmena suele recordar que la política urbana no funciona con prisas electorales ni miradas de corto plazo. “En política se trabaja en la construcción, no en lo que se va a hacer el próximo año”, afirma. Y ese horizonte fue decisivo para impulsar acciones que, aunque polémicas, tenían una urgencia evidente: enfrentar la contaminación. “Esto es inhabitable si no le ponemos determinados avances… La contaminación nos ha dado una especie de último aviso”. De esa convicción nacieron medidas que pusieron límites al automóvil y reforzaron el transporte público, que ella define como “la oportunidad del encuentro”.

Escuchar a quienes casi nunca cuentan

Carmena reivindica el valor de las voces que, en el diseño de las ciudades, suelen quedar al margen: los niños, las personas mayores, quienes viajan solas por la noche. La escucha, dice, es una capacidad política tanto como ética. “Los niños hacen preguntas preciosas… como cuando uno me dijo: ‘¿Por qué los políticos no se terminan de ir a la escuela?’”.

Esa sensibilidad la llevó a impulsar políticas de cuidado y seguridad, como permitir que las mujeres que viajan solas en la noche puedan solicitar paradas intermedias en determinadas rutas de autobús. Lo llamó “una política social de oro”, porque era concreta, útil y reconocida como tal por la ciudadanía.

Madurez política y una vida normalizada

Carmena ha dicho muchas veces que su fortaleza como gobernante vino de la madurez. “Cuando ya eres mayor, no tienes necesidad de mostrar nada… ya sabes quién eres”. Esa serenidad le permitió relativizar la burla y la descalificación mediática, aunque reconoce que lo más duro fue cuando las críticas alcanzaban a su familia. Con el tiempo aprendió que la espontaneidad que traía de su vida en la judicatura no funcionaba igual en la política, donde una frase ligera podía convertirse en “una especie de editorial imparable”.

Su visión de lo público siempre partió de la normalización de la vida cotidiana: “Si yo hago esto en mi casa, ¿por qué no voy a poder usarlo en un ayuntamiento?”. Para ella, gobernar es una responsabilidad que exige coherencia y sentido común, más que imposturas o rituales de poder.

La belleza como necesidad urbana

Entre sus convicciones más firmes está la idea de que las ciudades necesitan belleza para funcionar. “Es trascendental la belleza que crean los arquitectos en la sociedad”, dice. Una ciudad armoniosa, capaz de hacer sentir orgullo a quienes la caminan, es parte de la calidad de vida tanto como los servicios o la movilidad. Pero insiste en que la belleza no basta: “Además de la belleza, hay que hacer que la vida sea cómoda… que permita a cada uno lograr sus sueños y su proyecto personal”.

Una visión que sigue resonando

La experiencia de Carmena se inscribe dentro de una generación de alcaldesas que, como Ada Colau, han puesto en el centro la justicia social, el medio ambiente y la relación entre ciudad y ciudadanía. Ambas comparten la idea de que gobernar una ciudad es trabajar con contradicciones, pero también con la esperanza de que los cambios —aunque lentos— son posibles.

En Carmena permanece la convicción de que las ciudades pueden ser más humanas si se enfrentan las desigualdades, se recupera la belleza urbana y se escucha a quienes caminan sus calles. Su paso por Madrid dejó una enseñanza sencilla y poderosa:

“Hay que tener la voluntad incuestionable de reducir la desigualdad. Ese es el objetivo esencial de cualquier ciudad”.


 



“Poner a la gente en el centro”: Ada Colau y la ciudad que respira

La entrevista con Ada Colau ocurre por la tarde, en un estudio donde el ruido queda afuera pero la ciudad late. Héctor Zamarrón abre la conversación con un agradecimiento: “Ada Colau aceptó acompañarnos esta tarde para hablar del urbanismo feminista, este concepto para reparar la ciudad que realmente necesitamos”. Ella responde con calma: “Un grandísimo placer”.

Colau lleva años hablando de ciudades, aunque antes lo hacía desde la calle, megáfono en mano. Su paso por la alcaldía de Barcelona fue el giro inesperado de una trayectoria que empezó en la defensa del derecho a la vivienda. “Era inusual que alguien como yo resultara electa”, recuerda. Pero hubo un momento de quiebre: el cansancio de vivir en urbes encarecidas, privatizadas y entregadas a la lógica del negocio. “Lo que pedía la gente era sencillo de decir pero difícil de aplicar: poner a las personas en el centro”.

Esa frase aparece varias veces mientras cuenta cómo recibieron una ciudad donde la vivienda era mercancía, el espacio público también, y la especulación tenía más derechos que quienes habían vivido allí toda la vida. Barcelona no era la única. “Todas las grandes ciudades han vivido dinámicas parecidas”, dice. “Décadas de neoliberalismo donde bienes de primera necesidad se privatizaron”.

La prueba del “es imposible”

Cuando era activista, los técnicos municipales le repetían que ciertas cosas no se podían hacer: vivienda cooperativa, vivienda pública de calidad arquitectónica, atención digna a personas sin hogar. “Nos decían que no había nada que hacer, que no teníamos competencias”. Ocho años después, Barcelona suma más de mil departamentos cooperativos y proyectos de vivienda social construidos en zonas céntricas, con luz, con árboles. “No queremos guetos; queremos una ciudad mixta, una ciudad que respire”.

La idea es sencilla: vivir cerca de donde se trabaja, no perder horas en trayectos, no cargar sobre las espaldas de la gente los costos de una ciudad mal diseñada. En la entrevista, Zamarrón lo resume como “la sociedad del automóvil”. Colau coincide. Lo vio de cerca.

La ciudad de las supermanzanas

Barcelona, encajonada entre el mar y la montaña, recibe cada día miles de coches. Durante su administración, Colau y su equipo tomaron una decisión que parecía impensable: reducir su presencia. “Dijimos: No. Hay que reforzar el transporte público y los carriles bici”. Y lo hicieron. Doblaron la infraestructura ciclista, bajaron tarifas, ampliaron rutas.

Solo después vino lo otro: sacar autos y recuperar las calles. “Cuando lo haces, no solo baja la contaminación. Aparecen espacios que se llenan de vida”. Vecinos que sacan mesas, niños que juegan sin miedo, personas mayores que ya no se quedan encerradas. Esos pedazos de barrio empezaron a conocerse como supermanzanas y luego como superillas. Y detrás del concepto estaba la misma idea que ha guiado sus discursos recientes: la ciudad como lugar para estar, no para sobrevivir.

El turismo y la ciudad que se vacía

Zamarrón le recuerda que Barcelona vivió antes lo que hoy angustia a la Ciudad de México: Airbnb, nómadas digitales, barrios que pierden a su población de toda la vida. Colau asiente. “Animo a ser contundentes”, dice, y suelta una frase que suena a advertencia y a manual de urgencia. Ellos encontraron miles de apartamentos turísticos ilegales y un sector acostumbrado a operar sin límites. “Hacían un negocio enorme, pero a costa de subir el precio de la vivienda y desnaturalizar la ciudad”.

La respuesta fue un plan para detener la expansión de los alojamientos turísticos y cerrar los ilegales. La reacción fue inmediata: los llamaron intervencionistas, comunistas, cualquier etiqueta útil para frenar el cambio. Años después, dice, el propio sector turístico los pone como ejemplo. “Este problema es global. Los grandes fondos de inversión están haciendo beneficios estratosféricos a costa de nuestras ciudades”.

La resistencia jurídica

Las superillas, la vivienda pública, la regulación turística: todo generó litigios. Colau habla entonces de “lawfare”, ese mecanismo donde ciertas élites recurren a los tribunales para defender privilegios. “Fue una ofensiva muy dura, nunca vista”, dice. Las querellas fueron archivadas, pero lo que más recuerda es otra cosa: “La justicia poética la hizo la ciudadanía”. Hubo un caso donde un juez conservador obligó a revertir parte de un proyecto. Los vecinos protestaron tanto que el propio denunciante pidió retirar la demanda. “Esa es la mejor victoria: cuando la conquista es de la gente”.

Las calles desde los ojos de las mujeres

Zamarrón pregunta por el urbanismo feminista, eje de su visita a México. Colau lo explica sin teoría ni slogans. Habla de caminar los barrios junto a mujeres que viven y cuidan ahí: ver dónde falta luz, dónde hay una banqueta imposible con un carrito, dónde se sienten inseguras. “Ese microurbanismo genera un salto enorme en calidad de vida porque se diseña desde la experiencia cotidiana”.

Lo repite con naturalidad: la ciudad se planeó durante años pensando en un hombre blanco que conduce a la oficina. Ese modelo no representa a la mayoría.

Lo que México puede hacer

Le preguntan qué les diría a las autoridades mexicanas que temen cambiar cosas. “La buena política no es mantener inercias”, responde. Y luego menciona algo que ha dicho varias veces durante su visita: ve motivos para la esperanza. Conoce a Clara Brugada y su trabajo en Iztapalapa, conoce a parte del equipo entrante. “Lo importante es recordar que antes que Airbnb están las personas; antes que los especuladores están las personas”.

Un cierre agradecido

Al final, Colau deja un mensaje más personal. Agradece la hospitalidad. Dice que caminar por la Ciudad de México y ver su diversidad la hace sentir en casa. “Y todo el mundo es extremadamente amable”, añade.

Zamarrón cierra la entrevista con un deseo: que su visita inspire a la audiencia. Ella sonríe. “Muchísimas gracias”.