Monterrey, entre el amor y la pena

Foto: Atardecer en la colonia Roma/H. Zamarrón


A mí lo regio me viene por línea paterna. Mi Abuela vivió en la calle de Mina, en pleno centro de Monterrey y se apellidaba Garza Covarrubias (María del Socorro, por si preguntan), aunque el apellido Garza se acabó en mi padre.

Llevo años observando de lejos a esa metrópoli, en parte por mi trabajo en dos empresas con raíces en Monterrey (Reforma y Milenio), pero más por haber ido conociendo y admirando a regios que valen la pena.

Sin embargo, nunca antes había pensado tanto en esa ciudad como ahora que se encuentra cercada por la violencia.
Monterrey es magnífica a primera vista. Con una historia maravillosa centrada en su pujante industria. La cerveza como origen de un emporio de hierro, vidrio, cartón y acero que, con los años, se convirtió en el eje del capitalismo regio.

Muchos regios suelen quejarse de su aridez cultural, pero desde fuera no parece tan así. Más allá de ser la tierra de la carne asada, donde según Alfonso Reyes termina la civilización y empieza la barbarie, esa ciudad tiene joyas como el Maco (Museo de Arte Contemporáneo) y el Museo del Vidrio. Sus universidades tienen un excelente nivel, sus museos históricos son bastante dignos y su música tiene como embajadores a Celso Piña y al Gran Silencio. Escritores y artistas como Daniel Sada, Gabriel Zaid, Julio Galán y Federico Cantú hablan por sí mismos.

La intervención urbana que dio origen al Paseo Santa Lucía, con ese canal de 5 km que parte de la Macroplaza rumbo a Fundidora y ese parque lineal en sí mismo, con sus zonas para caminar con un excelente mobiliario urbano, son joyas de las que pocas ciudades gozan en México y, sobre todo, constituyen espacios públicos que democratizan, que permiten el encuentro entre clases.

Inicio del Paseo de Santa Lucía. Foto: H. Zamarrón


Los alrededores de Monterrey son más que atractivos, desde su emblemático cerro de la Silla hasta el parque de Chipinque, desde la zona de la Huasteca –a donde algún día iré a practicar deportes extremos, un poco de rappel o de bici, quizá-- hasta la cascada de Cola de Caballo, así como sus pueblos mágicos: Santiago, Mina, Lampazos, Montemorelos.

Monterrey, por supuesto, también tiene sus eclipses y su lado oscuro. Es una ciudad excluyente donde se encuentran --como en ninguna otra parte en México-- las mansiones de San Pedro Garza García y el Club de golf Campestre por un lado, y por otro lado esas viviendas que concentran a miles de pobres y excluidos como en la brava colonia Independencia.

Hace un año todo México se sorprendió del surgimiento de “Los Tapados”, miles de jóvenes que con sus familias salieron a reclamar la salida del ejército de las calles, pagados por los cárteles de la droga que ahora compran apoyo social. Sólo que atrás de esos “Tapados” no sólo está el dinero del narco, también se asoma una sociedad desigual, sin trabajo digno para sus jóvenes.

Quizá sea sólo un prejuicio, pero sospecho que la violencia de los “Tapados” primero y ahora de los narcobloqueos --junto a los tiroteos por controlar la venta de drogas en la ciudad--, tienen mucho que ver con esa desigualdad que campea en la urbe.

Décadas de pujanza económica que fueron aparejadas de una explotación laboral vienen a estallar en estos inicios de la década, como antes lo hicieron en los años setenta de la guerrilla, de esos años tristes del Monterrey que vio al mismo tiempo el surgimiento de la Liga Comunista 23 de septiembre y el asesinato de Eugenio Garza Sada.

De esos años de lucha social que dieron origen al Frente Popular Tierra y Libertad en las faldas del cerro Topo Chico, en esas tierras polvorientas de precaristas e invasores de tierras.

Monterrey es entonces orgullo y tristeza a la vez. De una ética laboral envidiable, casi como aquella que con el protestantismo impulsó el desarrollo en Estados Unidos, pero aunada a una explotación y a un abandono urbano que hoy aparecen para cobrar cuentas. Es también una ciudad llena de misterios y sorpresas para quienes como yo, la desconocemos tanto que somos capaces de hilar lugares comunes con impresiones superficiales para construir una imagen de ciudad, que quizá no tenga que ver con la realidad pero que nos hace sentir un gran cariño por esa urbe que nació al pie del cerro de la silla y a la que en estas vacaciones llevaré a mis hijos y a mi mujer... se aceptan recomendaciones.

Seguro desayunaré una machaca con tortillas calientes en Manolín, en ese vetusto pero querido restaurante tradicional de la vieja ciudad -antes de que sus élites se mudaran a San Pedro. Después tomaremos la carretera rumbo a las Grutas de García, las únicas que conozco en lo alto de una montaña, para subir a zancadas la montaña desairando el funicular (que no se nos olvide llevar suéter porque dentro de las grutas se siente frío, igual que en el mirador, donde el viento no tiene piedad. Al salir nos iremos al viejo pueblo de García a maravillarnos con la mejor colección de arte popular que hay en México, en la vieja hacienda museo del Ojo. Entrada la tarde volveremos a la ciudad, no sin antes pasar al templo de San Juan Bautista y después de haber comido en alguno de sus restaurantes.

O a la mejor emprendemos el camino de la presa de la Boca y de Santiago, para una escapada rápida a la Cola de Caballo, esa espectacular cascada de la que supe por primera vez en un antiguo mapa que perteneció a mi tío Raúl. Un mapa de la Asociación Mexicana del Automovilismo, con los atractivos turísticos de Monterrey, hecho allá por los años cincuenta del siglo pasado.


No hay comentarios: