Un son en el metro

Son tres, no tienen más de 25 años. Entran cautelosos y aguardan hasta que la mujer que llegó junto a ellos ofrezca sus alegrías de a dos por cinco mientras miran de un lado a otro del vagón.


Usan sombreros baratos, de una palma que parece plástico -¿o será plástico?-. 

Serían modelos perfecto para un voraz fotógrafo. Seguramente sus instrumentos musicales, su juventud, sus rasgos indígenas, retratarían bien en el contexto del metro semivacío del domingo y aunque podría sacar el celular o la BB para tomarles una foto, prefiero observar y grabarme la imagen.

Se arrancan con un gusto veracruzano, tocan bien e incluso provocan que un joven que arriba en la siguiente estación se ponga a zapatear. A mí me llena su música estridente, chillona, ese huapango es parte ya de mi identidad a estas alturas.

Casi como si fuera una coerografía ensayada mil veces, al menos cuatro pasajeros del auditorio involuntario nos llevamos la mano al bolsillo, en busca de unas monedas que escasamente compensarán esos momentos.

Mientras ellos tocan y el convoy cierra sus puertas, alcanzo a ver a otro de los usuales en el Metro: un joven con el torso desnudo, cargando en su playera un montón de vidrios para explotar la culpa, el temor y la compasión de los pasajeros cuando lo vean tirarse en medio del vagón sobre esos fragmentos de botellas y quebrarlos mientras lastimeramente demanda algunas monedas.

El vidriero observa a los músicos, evita subirse al vagón pero los mira con reproche e incluso los increpa por "robarle" su espacio. Ironías de la vida. Ellos terminan su número, reciben sus monedas y abandonan el vagón. Tras ellos, la magia se evapora y el Metro regresa a su vida cotidiana llena de vendedores de CDs piratas con sus agresivas bocinas... y yo a lo mío.

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