A mi perro no le gustan las bicis


Max es casi tan viejo como mis bicicletas, bueno, un poco más. Es un perro simpático aunque la edad lo ha vuelto algo quisquilloso. Sin embargo, conserva la fuerza de joven, salta aún con enjundia al saludar y es bastante conocido entre mis amigos y familiares.
     Max es pequeño y se escabulle por cualquier rincón, claro, no llega a ser del tamaño de un chihuahueño pero tampoco se acerca a la altura de un labrador, como me hubiera gustado.
     Llegó a la casa casi sin querer, como llegan la mayoría de los cachorros a sus hogares. Sí estábamos buscando un perro, incluso comparábamos razas y evaluábamos si nos alcanzaría para comprar el perro ideal. En ese proceso, un día la Nana Vicenta se apareció por la casa con un cachorrito en su vieja bolsa de mandado, esa de malla de plástico de colores que ahora adoptaron los hipsters con estampados de la Guadalupana y cosas así.
     Como era de esperar, bastó que mis hijos vieran ese cachorro para que se enamoraran de él. Fue amor a primera vista, de esos que en lo personal insisto en negar que existan. Ya no hubo forma de arrancárselos de los brazos y lo que siguió fue bautizarlo. Mi hijo mayor decidió nombrarlo Maximiliano y, como todas las familias gozan de un apellido, optó por endilgarle el Pegasus y así fue como “Max” se hizo de un lugar en nuestra casa.
     Max, por supuesto, es un perro cómodo. Es tan pequeño que el patio de la casa podría bastarle para llenar su necesidad de correr y husmear entre plantas, llantas de bicicleta y botes de basura. Su natural curiosidad e inquietud, sin embargo, hacen que al menor sonido de la puerta corra hacia ella y, en un descuido, se cuele a la calle hasta que un grito bien dado lo frena y lo obliga a regresar a su hogar con la cola entre las patas.
     Nunca aprendió a recoger y jugar con nosotros a la pelota. Si le da por ir hacia ella, jamás la regresa a su amo, en el mejor de los casos. Lo usual más bien es que tras observarnos lanzarla, tuerza el hocico hacia otro lado y nos mire con una estudiada indiferencia.
     Cuando cachorro solía destrozar el periódico y arruinar mi café de la mañana por el coraje de ver los esfuerzos editoriales de la noche anterior tan severamente juzgados, como quien diría que los diarios no sirven para bendita la cosa. Luego dejó de morderlo y hacerlo trizas, pero comenzó a orinarlo, cosa horrenda pues con tal mancha amarilla en medio de la foto de portada o, a veces, sobre la columna del director, pues las cosas empeoraron.
     A base de levantarme en cuanto pasaba el repartidor y soltarle algunas regañizas el perro comenzó a respetar mi periódico, faltaba más, pues que tu perro destroce el periódico que la noche anterior te esforzaste en editar es deprimente.
     Establecidos los límites, con Max comenzó una luna de miel y un matrimonio bien avenido, esto es, con sus momentos de alegrías, enojos, etcétera.
     Max, pues, sería el perro perfecto excepto porque no le gustan las bicicletas. Por más que trato de hacerle entender que ellas son una verdadera pasión para mí, él se queda tan asustado por esos gigantes de dos ruedas que avanzan con rapidez.
     Antes, además, también les ladraba a mis bicicletas. Con enojo, sorpresa y hasta algo de desesperación que se incrementaba si la bicicleta se movía, como si el rodar de las llantas fuera motivo suficiente para desquiciarlo.
     No obstante, ante la inutilidad de sus esfuerzos --pues nunca consiguió que abandonara mis artefactos preferidos—dejó de hacerlo y ahora sólo las observa receloso y con una precaución digna de otros objetivos.
     En realidad no debería extrañarme tanto su desapego, o más bien, su recelo ante las bicis pues en los pueblos bicicleteros es lo que se estila, que los perros les ladren a las bicicletas. Si un perro se respeta lo bastante frente al resto de la jauría del pueblo, tiene que ladrar con enjundia a los ciclistas que crucen frente a su hogar, además de perseguirlos unos cuantos metros, claro está,  faltaba más.
     Si sólo fuera esos ladridos que después intercambió por su recelo, no habría tanto problema. Pero eso, como podrán imaginar, no es todo.
     Un buen día comenzó a orinar sin piedad las llantas de la bici. Una mañana el perro elegía la llanta delantera para cebarse en ella y, al día siguiente, optaba por la trasera. Había ocasiones –bueno, en realidad debo decir hay, pues Max aún vive y no ha dejado de manchar mis neumáticos—en que dejaba un verdadero lago al pie de la bici. Con el paso del tiempo, a veces son sólo gotitas, como si le fallara la próstata, supongo, aunque quizá los perros no debieran sufrir lo que sus cóngeneres humanos.
     También eso sería mal que bien soportable. No cambiaría a mi perro por la bici ni viceversa. Ambos tienen que firmar un armisticio y darse la mano como amigos. Es un buen deseo, claro, imposible de cumplir.
     Lo que me parte de verdad es verlo huir de mí cuando llego en las noches a casa, al volver del trabajo. Si de por sí le teme a la bici, ignoro qué pensará al verla llegar de noche con senda lámpara frontal deslumbrando sus ojos sensibles, maltratados por la intermitencia de los leds, blancos adelante, rojos atrás, cual si se tratara de una nave espacial o cualquier figura inconcebible para él.
     Me gustaría verlo brincar de gusto, como hace cuando llego a pie, y no que me rehúya y corra a su rincón en busca de refugio y seguridad ante ese extraño caballo de acero, con llantas, luces y rayos en las ruedas, que transporta a su amo.
     Pero como no puedo resignarme a dejar mi bicicleta sólo porque al caprichoso de Max le resulte insoportable, opto por suavizar mi llegada apagando luces, quitándome el casco, desmontando la bici y procurando ser lo menos agresivo posible.
     Eso nos ha permitido alcanzar un acuerdo mínimo, quiero pensar, que nos hará vivir felices uno al lado del otro a pesar de las incomodidades, pero ¿qué no es así la vida? ¿o no? Llena de esas ambivalencias que nutren nuestros días, llena de paseos en bicicleta, por supuesto, pero también de ladridos.

De mi Schwin, por supuesto


 pero también de Max. 

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